Castro, JEZYKI, En espanol, C

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¡Hasta la victoria siempre!
Castro en la velada solemne en memoria del
Comandante Ernesto Che Guevara, Plaza de la Revolución, La Habana, 18 de octubre de
Castro en la velada solemne en memoria del
Comandante Ernesto Che Guevara, Plaza de la Revolución, La Habana, 18 de octubre de
1967)
Compañeras y compañeros revolucionarios:
Fue un día del mes de julio o agosto de 1955 cuando conocimos al Che. Y en una noche -como
él cuenta en sus narraciones- se convirtió en un futuro expedicionario del «Granma». Pero en
aquel entonces aquella expedición no tenía ni barco, ni armas ni tropas. Y fue así cómo, junto
con Raúl, el Che integró el grupo de los dos primeros de la lista del «Granma».
Han pasado desde entonces doce años; han sido doce años cargados de lucha y de historia. A
lo largo de esos años la muerte segó muchas vidas valiosas e irreparables; pero, a la vez, a lo
largo de esos años, surgieron personas extraordinarias en estos años de nuestra revolución, y
se forjaron entre los hombres de la Revolución, y entre los hombres y el pueblo, lazos de afecto
y lazos de amistad que van más allá de toda expresión posible.
Y en esta noche nos reunimos, ustedes y nosotros, para tratar de expresar de algún modo esos
sentimientos con relación a quien fue uno de los más familiares, uno de los más admirados,
uno de los más queridos y, sin duda alguna, el más extraordinario de nuestros compañeros de
revolución; expresar esos sentimientos a él y a los héroes que con él han combatido, a los
héroes que con él han caído de ese su ejército internacionalista, que han estado escribiendo
una página gloriosa e imborrable de la historia.
Che era una persona a quien todos le tomaban afecto inmediatamente por su sencillez, por su
carácter, por su naturalidad, por su compañerismo, por su personalidad, por su originalidad,
aún cuando todavía no se le conocían las demás singulares virtudes que lo caracterizaron.
En aquellos primeros momentos era el médico de nuestra tropa. Y así fueron surgiendo los
lazos y así fueron surgiendo los sentimientos. Se le veía impregnado de un profundo espíritu de
odio y desprecio al imperialismo, no sólo porque ya su formación política había adquirido un
considerable grado de desarrollo, sino porque hacía muy poco tiempo había tenido la
oportunidad de presenciar en Guatemala la criminal intervención imperialista a través de los
soldados mercenarios que dieron al traste con la revolución de aquel país.
Para un hombre como él no eran necesarios muchos argumentos. Le bastaba saber que Cuba
vivía en una situación similar, le bastaba saber que había hombres decididos a combatir con
las armas en la mano esa situación, le bastaba saber que aquellos hombres estaban inspirados
en sentimientos genuinamente revolucionarios y patrióticos. Y eso era más que suficiente.
De este modo, un día, a fines de noviembre de 1956, con nosotros emprendió la marcha hacia
Cuba. Recuerdo que aquella travesía fue muy dura para él, puesto que, dadas las
circunstancias en que fue necesario organizar la partida, no pudo siquiera proveerse de las
medicinas que necesitaba, y toda la travesía la pasó bajo un fuerte ataque de asma, sin un solo
alivio, pero también sin una sola queja.
(Discurso pronunciado por el comandante Fidel
(Discurso pronunciado por el comandante Fidel Castro en la velada solemne en memoria del
1967)
Llegamos, emprendimos las primeras marchas, sufrimos el primer revés, y al cabo de algunas
semanas nos volvimos a reunir -como ustedes saben- un grupo de los que quedaban de la
expedición del «Granma». Che continuaba siendo médico de nuestra tropa.
Sobrevino el primer combate victorioso y Che fue soldado ya de nuestra tropa y, a la vez, era
todavía el médico. Sobrevino el segundo combate victorioso y el Che ya no sólo fue soldado,
sino que fue el más distinguido de los soldados en ese combate, realizando por primera vez
una de aquellas proezas singulares que lo caracterizaban en todas las acciones. Continuó
desarrollándose nuestra fuerza y sobrevino ya un combate de extraordinaria importancia en
aquel momento.
La situación era difícil. Las informaciones eran en muchos sentidos erróneas. Ibamos a atacar
en pleno día, al amanecer, una posición fuertemente defendida, a orillas del mar, bien armada
y con tropas enemigas a nuestra retaguardia, a no mucha distancia, y en medio de aquella
situación de confusión, en que fue necesario pedirles a los hombres un esfuerzo supremo, una
vez el compañero Juan Almeida asumió una de las misiones más difíciles, sin embargo
quedaba uno de los flancos completamente desprovisto de fuerzas, quedaba uno de los flancos
sin una fuerza atacante, lo que podía poner en peligro la operación.
Y en aquel instante Che, que todavía era médico, pidió tres o cuatro hombres, entre ellos un
hombre con un fusil ametralladora, y en cuestión de segundos emprendió rápidamente la
marcha para asumir la misión de ataque desde aquella dirección.
Y en aquella ocasión no sólo fue combatiente distinguido, sino que además fue también médico
distinguido, prestando asistencia a los compañeros heridos, asistiendo a la vez a los soldados
enemigos heridos. Y cuando fue necesario abandonar aquella posición, una vez ocupadas
todas las armas, y emprender una larga marcha, acosados por distintas fuerzas enemigas, fue
necesario que alguien permaneciese junto a los heridos, y junto a los heridos permaneció el
Che. Ayudado por un grupo pequeño de nuestros soldados, los atendió, les salvó la vida y se
incorporó con ellos ulteriormente a la columna.
Ya a partir de aquel instante descollaba como un jefe capaz y valiente, de ese tipo de hombres
que cuando hay que cumplir una misión difícil no espera que le pidan que lleve a cabo la
misión.
Así hizo cuando el combate de El Uvero, pero así había hecho también en una ocasión no
mencionada cuando en los primeros tiempos, merced a una traición, nuestra pequeña tropa fue
sorpresivamente atacada por numerosos aviones y cuando nos retirábamos bajo el bombardeo
y habíamos caminado ya un trecho nos recordamos de algunos fusiles de algunos soldados
campesinos que habían estado con nosotros en las primeras acciones y habían pedido
después permiso para visitar a sus familiares cuando todavía no había en nuestro incipiente
ejército mucha disciplina. Y en aquel momento se consideró la posibilidad de que aquellos
fusiles se perdieran. Recordamos como, nada más planteado el problema, y bajo el
bombardeo, el Che se ofreció, y ofreciéndose salió inmediatamente a recuperar aquellos
fusiles.
Esa era una de sus características esenciales: la disposición inmediata, instantánea, a
ofrecerse para realizar la misión más peligrosa. Y aquello, naturalmente, suscitaba la
admiración, la doble admiración hacia aquel compañero que luchaba junto a nosotros, que no
había nacido en esta tierra, que era un hombre de ideas profundas, que era un hombre en cuya
mente bullían sueños de lucha en otras partes del continente y, sin embargo, aquel altruismo,
aquel desinterés, aquella disposición a hacer siempre lo más difícil, a arriesgar su vida
constantemente.
Fue así como se ganó los grados de comandante y de jefe de la segunda columna que se
organizara en la Sierra Maestra; fue así como comenzó a crecer su prestigio, como comenzó a
adquirir su fama de magnífico combatiente que hubo de llevar a los grados más altos en el
transcurso de la guerra.
Che era un insuperable soldado; Che era un insuperable jefe; Che era, desde el punto militar,
un hombre extraordinariamente capaz, extraordinariamente valeroso, extraordinariamente
agresivo. Si como guerrillero tenía un talón de Aquiles, ese talón de Aquiles era su excesiva
agresividad, era su absoluto desprecio al peligro.
Los enemigos pretenden sacar conclusiones de su muerte. ¡Che era un maestro de la guerra,
Che era un artista de la lucha guerrillera! Y lo demostró infinidad de veces, pero lo demostró
sobre todo en dos extraordinarias proezas, una de ellas la invasión al frente de una columna,
perseguida esa columna por miles de soldados, por territorio absolutamente llano y
desconocido, realizando -junto con Camilo- una formidable hazaña militar. Pero, además, lo
demostró en su fulminante campaña de Las Villas, y lo demostró, sobre todo, en su audaz
ataque a la ciudad de Santa Clara, penetrando con una columna de apenas 300 hombres en
una ciudad defendida por tanques, artillería y varios miles de soldados de infantería.
Esas dos hazañas lo consagran como un jefe extraordinariamente capaz, como un maestro,
como un artista de la guerra revolucionaria. Sin embargo de su muerte heroica y gloriosa
pretenden negar la veracidad o el valor de sus concepciones y de sus ideas guerrilleras. Podrá
morir el artista, sobre todo cuando se es artista de un arte tan peligroso como es la lucha
revolucionaria, pero lo que no morirá de ninguna forma es el arte al que consagró su vida y al
que consagró su inteligencia.
¿Qué tiene de extraño que ese artista muera en un combate? Todavía tiene mucho más de
extraordinario el hecho de que en las innumerables ocasiones en que arriesgó esa vida durante
nuestra lucha revolucionaria no hubiese muerto en algún combate. Y muchas fueron las veces
en que fue necesario actuar para impedir que en acciones de menor trascendencia perdiera la
vida.
Y así, en un combate, ¡en uno de los tantos combates que libró!, perdió la vida. No poseemos
suficientes elementos de juicio para poder hacer alguna deducción acerca de todas las
circunstancias que precedieron ese combate, acerca de hasta qué grado pudo haber actuado
de una manera excesivamente agresiva, pero -repetimos- si como guerrillero tenía un talón de
Aquiles, ese talón de Aquiles era su excesiva agresividad, su absoluto desprecio por el peligro.
Es eso en lo que resulta difícil coincidir con él, puesto que nosotros entendemos que su vida,
su experiencia, su capacidad de jefe aguerrido, su prestigio y todo lo que él significaba en vida,
era mucho más, incomparablemente más, que la evaluación que tal vez él hizo de sí mismo.
Puede haber influido profundamente en su conducta la idea de que los hombres tienen un valor
relativo en la historia, la idea de que las causas no son derrotadas cuando los hombres caen y
la incontenible marcha de la historia no se detiene ni se detendrá ante la caída de los jefes.
Y eso es cierto, eso no se puede poner en duda. Eso demuestra su fe en los hombres, su fe en
las ideas, su fe en el ejemplo. Sin embargo -como dije hace unos días-, habríamos deseado de
todo corazón verlo forjador de las victorias, forjando bajo su jefatura, forjando bajo su dirección,
las victorias, puesto que los hombres de su experiencia, de su calibre, de su capacidad
realmente singular, son hombres poco comunes.
Somos capaces de apreciar todo el valor de su ejemplo y tenemos la más absoluta convicción
de que ese ejemplo servirá de emulación y servirá para que del seno de los pueblos surjan
hombres parecidos a él.
No es fácil conjugar en una persona todas las virtudes que se conjugaban en él. No es fácil que
una persona de manera espontánea sea capaz de desarrollar una personalidad como la suya.
Diría que es de esos tipos de hombres difíciles de igualar y prácticamente imposibles de
superar. Pero diremos también que hombres como él son capaces, con su ejemplo, de ayudar
a que surjan hombres como él.
Es que en Che no sólo admiramos al guerrero, al hombre capaz de grandes proezas. Y lo que
él hizo, y lo que él estaba haciendo, ese hecho en sí mismo de enfrentarse solo con un puñado
de hombres a todo un ejército oligárquico, instruido por los asesores yanquis suministrados por
el imperialismo yanqui, apoyado por las oligarquías de todos los países vecinos, ese hecho en
sí mismo constituye una proeza extraordinaria. Y si se busca en las páginas de la historia, no
se encontrará posiblemente ningún caso en que alguien con un número tan reducido de
hombres haya emprendido una tarea de más envergadura, en que alguien con un número tan
reducido de hombres haya emprendido la lucha contra fuerzas tan considerables. Esa prueba
de confianza en sí mismo, esa prueba de confianza en los pueblos, esa prueba de fe en la
capacidad de los hombres para el combate, podrá buscarse en las páginas de la historia, y, sin
embargo, no podrá encontrarse nada semejante.
Y cayó.
Los enemigos creen haber derrotado sus ideas, haber derrotado su concepción guerrillera,
haber derrotado sus puntos de vista sobre la lucha revolucionaria armada. Y lo que lograron
fue, con un golpe de suerte, eliminar su vida física; lo que pudieron fue lograr las ventajas
accidentales que en la guerra puede alcanzar un enemigo. Y ese golpe de suerte, ese golpe de
fortuna, no sabemos hasta qué grado ayudado por esa característica a que nos referíamos
antes, de agresividad excesiva, de desprecio absoluto por el peligro, en un combate como
tantos combates.
Como ocurrió también en nuestra guerra de independencia. En un combate en Dos Ríos
mataron al Apóstol de nuestra independencia. En un combate en Punta Brava mataron a
Antonio Maceo, veterano de cientos de combates. En similares combates murieron infinidad de
jefes, infinidad de patriotas de nuestra guerra independentista. Y, sin embargo, eso no fue la
derrota de la causa cubana.
La muerte del Che -como decíamos hace algunos días- es un golpe duro, es un golpe
tremendo para el movimiento revolucionario en cuanto le priva sin duda de ninguna clase de su
jefe más experimentado y capaz.
Pero se equivocan los que cantan victoria. Se equivocan los que creen que su muerte es la
derrota de sus ideas, la derrota de sus tácticas, la derrota de sus concepciones guerrilleras, la
derrota de sus tesis. Porque aquel hombre que cayó como hombre mortal, como hombre que
se exponía muchas veces a las balas, como militar, como jefe, es mil veces más capaz que
aquellos que con un golpe de suerte lo mataron.
Sin embargo, ¿cómo tienen los revolucionarios que afrontar ese golpe adverso? ¿Cómo tienen
que afrontar esa pérdida?
¿Cuál sería la opinión del Che si tuviese que emitir un juicio? Esa opinión la dijo, esa opinión la
expresó con toda claridad cuando escribió en su Mensaje a la Conferencia de Solidaridad
Latinoamericana que si en cualquier parte le sorprendía la muerte, bienvenida fuera siempre
que ese su grito de guerra haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se extienda para
empuñar el arma.
Y ese grito de guerra llegará no a un oído receptivo, ¡llegará a millones de oídos receptivos! Y
no una mano sino que ¡millones de manos, inspiradas en su ejemplo, se extenderán para
empuñar las armas! Nuevos jefes surgirán. Y los hombres, los oídos receptivos y las manos
que se extiendan necesitarán jefes que surgirán de las filas del pueblo, como han surgido los
jefes en todas las revoluciones.
No contarán esas manos con un jefe de la experiencia extraordinaria, de la enorme capacidad
del Che. Esos jefes se formarán en el proceso de la lucha, esos jefes surgirán del seno de los
millones de oídos receptivos, de los millones de manos que más tarde o más temprano se
extenderán para empuñar las armas. No es que consideremos que en el orden práctico de la
lucha revolucionaria su muerte haya de tener una inmediata repercusión, que en el orden
práctico del desarrollo de la lucha su muerte pueda tener una repercusión inmediata. Pero es
que el Che, cuando empuñó de nuevo las armas, no estaba pensando en una victoria
inmediata, no estaba pensando en un triunfo rápido frente a las fuerzas de las oligarquías y del
imperialismo. Su mente de combatiente experimentado estaba preparada para una lucha
prolongada de cinco, de diez, de quince, de veinte años si fuera necesario. ¡Él estaba
dispuesto a luchar cinco, diez, quince, veinte años, toda la vida si fuese necesario!
Y es que con esa perspectiva en el tiempo en que su muerte, en que su ejemplo -que es lo que
debemos decir-, tendrá una repercusión tremenda, tendrá una fuerza invencible.
Su capacidad como jefe y su experiencia en vano tratan de negarlas quienes se aferran al
golpe de fortuna. Che era un jefe militar extraordinariamente capaz. Pero cuando nosotros
recordamos al Che, cuando nosotros pensamos en el Che, no estamos pensando
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