Carlos Castaneda 12 Libro - EL LADO ACTIVO DEL INFINITO [www.pidetulibro.cjb.net],
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EL LADO ACTIVO
DEL INFINITO
Carlos Castaneda
Este libro fue pasado a formato Word para facilitar la difusión, y con el propósito
de que así como usted lo recibió lo pueda hacer llegar a alguien más. HERNÁN
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Índice
Prefacio
2
«Sintaxis»
2
«La otra sintaxis»
3
Introducción
3
UN TEMBLOR EN EL AIRE
Un viaje de poder
12
El
intento del infinito
16
¿Quién era Juan Matus, en realidad?
23
EL FINAL DE UNA ERA
Las profundas preocupaciones de la vida cotidiana
26
La vista que no pude soportar
30
La cita inevitable
32
El punto de ruptura
34
Las medidas de la cognición
38
Agradeciendo
42
MÁS ALLÁ DE LA SINTAXIS
El acomodador
46
La interacción de energía en el horizonte
52
Viajes por el
oscuro mar de la conciencia
58
La conciencia inorgánica
62
La vista clara
66
Sombras de barro
70
EMPRENDIENDO EL VIAJE DEFINITIVO
El salto al abismo
77
El viaje de regreso
86
Este libro está dedicado a los dos hombres que me dieron el ímpetu y las herramientas para llevar a cabo
trabajo de campo antropológico: el profesor Clement Meighan y el profesor Harold Garfinkel. Siguiendo sus
sugerencias, me sumergí en una situación de trabajo de campo de la cual nunca salí. Si no logré satisfacer el
espíritu de sus enseñanzas, así sea. No pude evitarlo. Una fuerza mayor, que los chamanes llaman el
infinito,
me
tragó antes de que pudiera formular propuestas claras en el campo de las ciencias sociales.
PREFACIO
SINTAXIS
Un hombre mirando fijamente sus ecuaciones dijo que el universo tuvo un comienzo.
Hubo una explosión, dijo.
Un estallido de estallidos, y el universo nació.
Y se expande, dijo.
Había incluso calculado la duración de su vida: diez mil millones de revoluciones de la Tierra alrededor del Sol.
El mundo entero aclamó;
hallaron que sus cálculos eran ciencia.
Ninguno pensó que al proponer que el universo comenzó,
el hombre había meramente reflejado la sintaxis de su lengua madre;
una sintaxis que exige comienzos, como el nacimiento, y desarrollos, como la maduración,
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y finales, como la muerte, en tanto declaraciones de hechos.
El universo comenzó,
y está envejeciendo, el hombre nos aseguró,
y morirá, como mueren todas las cosas,
como él mismo murió luego de confirmar matemáticamente
la sintaxis de su lengua madre.
LA OTRA SINTAXIS
¿El universo, realmente comenzó?
¿Es verdadera la teoría del Gran Estallido?
Éstas no son preguntas, aunque suenen como si lo fueran.
¿Es la sintaxis que requiere comienzos, desarrollos y finales en tanto declaraciones de hechos, la única
sintaxis que existe?
Ésa es la verdadera pregunta.
Hay otras sintaxis.
Hay una, por ejemplo, que exige que variedades de intensidad sean tomadas como hechos.
En esa sintaxis, nada comienza y nada termina;
por lo tanto, el nacimiento no es un suceso claro y definido,
sino un tipo específico de intensidad,
y asimismo la maduración, y asimismo la muerte.
Un hombre de esa sintaxis, mirando sus ecuaciones, halla
que ha calculado suficientes variedades de intensidad para decir con autoridad
que el universo nunca comenzó
y nunca terminará,
pero que ha atravesado, atraviesa, y atravesará
infinitas fluctuaciones de intensidad.
Ese hombre bien podría concluir que el universo mismo
es la carroza de la intensidad
y que uno puede abordarla
para viajar a través de cambios sin fin.
Concluirá todo ello y mucho más,
acaso sin nunca darse cuenta
de que está meramente confirmando
la sintaxis de su lengua madre.
INTRODUCCIÓN
Este libro es una colección de los sucesos memorables de mi vida. Los coleccioné siguiendo la recomendación
de don Juan Matus, un chamán yaqui de México, el cual como maestro se esforzó durante trece años en ha-
cerme accesible el
mundo cognitivo
de los brujos que vivieron en México en tiempos antiguos. La sugerencia de
don Juan de que yo reuniera esta colección de sucesos memorables, la hizo casualmente, como si se le hubiera
ocurrido en ese momento. Ése era el estilo de enseñanza de don Juan. Encubría la importancia de ciertas manio-
bras detrás de lo mundano. Escondía, de esta manera, la punzada de la finalidad, presentándolas como algo que
no difería de ninguna de las preocupaciones de la vida cotidiana.
Don Juan me reveló con el paso del tiempo que los chamanes del México antiguo habían concebido esta co-
lección de sucesos memorables como una auténtica estratagema para remover reservas de energía que existen
dentro del ser. Explicaban que estas reservas estaban compuestas de energía que tiene origen en el cuerpo mis-
mo y que es desplazada por las circunstancias de nuestra vida cotidiana hasta quedar fuera del alcance. En ese
sentido, esta colección de sucesos memorables era para don Juan, y para los chamanes de su linaje, el medio
para
redistribuir
su energía inutilizada.
El requisito previo para esta colección era el acto genuino, llevado a cabo con todo el ser, de reunir la suma total
de las emociones y las comprensiones de uno, sin dejar nada omiso. Según don Juan, los chamanes de su linaje
estaban convencidos de que la colección de sucesos memorables era el vehículo para el ajuste emocional y
energético necesario para aventurarse, en términos de percepción, a lo desconocido.
Don Juan describió la meta total del conocimiento chamánico que él manejaba como la preparación para
enfrentarse al
viaje definitivo
, el viaje que todo ser humano tiene que emprender al final de su vida. Dijo que a
través de su disciplina y resolución, los chamanes eran capaces de retener su conciencia y propósito individuales
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después de la muerte. Para ellos, el estado idealista y vago que el hombre moderno llama «la vida después de la
muerte» es una región concreta repleta de asuntos prácticos de un orden diferente al de los asuntos prácticos de
la vida cotidiana, y que sin embargo tienen una practicalidad funcional semejante. Don Juan consideraba que
coleccionar los sucesos memorables en sus vidas era para los chamanes la preparación para entrar en esa región
concreta que llamaban
el lado activo del infinito
.
Estábamos don Juan y yo conversando una tarde bajo su ramada, una estructura abierta construida de varas
delgadas de bambú. Parecía un pórtico con techo que protegía un poco del sol, pero no de la lluvia. Había unas
cajas fuertes y pequeñas, de esas que se utilizan para envíos de carga, que servían de bancas. Sus etiquetas de
carga estaban desteñidas y parecían ser más de adorno que de identificación. Yo estaba sentado sobre una de
ellas. Estaba reclinado con la espalda contra la pared frontal de la casa. Don Juan permanecía sentado en otra
caja, reclinado contra una de las varas que servían de soporte a la ramada. Yo acababa de llegar hacía cinco
minutos. Había sido un viaje en coche de todo un día, en un clima húmedo y caluroso. Estaba nervioso, inquieto y
sudado.
Don Juan empezó a hablarme en cuanto me encontré cómodamente sentado sobre la caja. Con una amplia
sonrisa, me comentó que la gente gorda casi nunca sabe combatir la gordura. La sonrisa que jugaba en sus
labios me daba la impresión de que no se estaba haciendo el chistoso. Me estaba indicando, de la manera más
indirecta y directa a la vez, que yo estaba gordo.
Me puse tan nervioso que volqué la caja en que estaba sentado y mi espalda golpeó con fuerza la delgada pared
de la casa. El impacto sacudió la casa hasta sus cimientos. Don Juan me echó una mirada inquisitiva, pero en
vez de preguntarme si estaba bien, me aseguró que no había dañado la casa. Entonces, en tono muy
comunicativo, me explicó que esa casa era una vivienda provisional, que en realidad él vivía en otra parte. Cuando
le pregunté dónde vivía, se me quedó mirando. No era una mirada de enojo; era más bien para disuadir preguntas
inoportunas. No comprendí lo que quería. Estaba a punto de volver a hacer la misma pregunta cuando me detuvo.
-Aquí no se hacen preguntas de esa naturaleza -me dijo con firmeza-. Pregunta lo que quieras de
procedimientos o de ideas. Cuando esté listo para decirte dónde vivo, si es que sucede alguna vez, te lo diré sin
que me lo preguntes.
Instantáneamente me sentí rechazado. Sin querer, me enrojecí. Estaba completamente ofendido. La risotada de
don Juan empeoró mi disgusto. No sólo me había rechazado, me había insultado y luego se había reído de mí.
-Vivo aquí temporalmente -prosiguió, sin prestar atención a mi mal humor-, porque éste es un centro mágico. La
verdad es que vivo aquí por ti.
Su declaración me desconcertó. No lo podía creer. Pensé que lo decía para consolarme, para que no siguiera yo
tan enojado.
-¿De veras, vive usted aquí por mí? -le pregunté finalmente sin poder contener mi curiosidad.
-Sí -me dijo en tono sereno-. Te tengo que preparar. Eres como yo. Voy a repetirte lo que te he dicho
anteriormente: la búsqueda de cada nagual o líder de cada generación de chamanes, consiste en encontrar un
nuevo hombre o mujer, que, como él mismo, revele una doble estructura energética: yo vi esa característica en ti
cuando estábamos en la estación de autobuses de Nogales. Cuando
veo
tu energía,
veo
dos bolas luminosas su-
perpuestas, una encima de la otra, y esa característica nos une. No te puedo rechazar y tú no puedes recha-
zarme.
Sus palabras me agitaron profundamente. Hacía un instante estaba enojado, y ahora quería llorar.
Continuó, diciendo que quería iniciarme, respaldado por la fuerza de la región donde vivía, un centro de fuertes
reacciones y emociones, en algo que los chamanes llamaban
el camino del guerrero
. Gente de guerra había vivido
allí durante miles de años, impregnando el territorio con su preocupación por la guerra.
Don Juan vivía en aquel tiempo en el estado de Sonora, al norte de México, a unos ciento veinte kilómetros de la
ciudad de Guaymas. Yo siempre lo visitaba allí bajo los auspicios de llevar a cabo mi trabajo de campo.
-¿Necesito entrar en estado de guerra, don Juan? -le pregunté, sinceramente preocupado, luego de oírle decir
que el preocuparme por la guerra era algo que yo necesitaría algún día. Ya había aprendido a tomar todo lo que
me decía con la mayor seriedad.
-Puedes apostar lo que quieras -me contestó con una sonrisa-. Cuando hayas absorbido todo lo que hay aquí,
me iré.
No tenía base para dudar de lo que me decía, pero no podía concebir que don Juan viviera en ninguna otra parte.
Formaba un conjunto total con todo lo que lo rodeaba. Su casa, sin embargo, sí parecía ser provisional. Era una
choza típica de los granjeros yaquis, construida de adobe, de techo plano de paja; consistía de una habitación
grande que servía para comer y dormir, y de una cocina sin techo.
-Es muy difícil tratar con gente gorda -dijo.
Parecía ser una frase incongruente, pero no lo era. Don Juan estaba simplemente volviendo al tema que había
introducido antes de que yo lo interrumpiera con el golpe de mi espalda contra la casa.
-Hace un momento, golpeaste mi casa como una de esas bolas de demolición -me dijo sacudiendo la cabeza de
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lado a lado-. ¡Qué impacto! Un impacto digno de un hombre robusto.
Tenía la inquietud de que me hablaba como alguien que ya no quiere lidiar con uno. Inmediatamente me puse a
la defensiva. Me escuchó, con una sonrisita, mientras yo daba frenéticas explicaciones diciendo que mi peso era
normal para mi estructura ósea.
-Claro -concedió en tono de broma-. Tienes huesos grandes. Seguramente te podrías echar otros veinte kilos
fácilmente y nadie, te aseguro, nadie lo notaría. Yo no lo notaría.
Su sonrisa burlona me indicaba que definitivamente yo estaba rechoncho. Me preguntó entonces sobre mi salud
en general y yo seguí hablando desesperadamente para desviar otros comentarios sobre mi peso. Él mismo
cambió de tema.
-¿Cómo van tus excentricidades y aberraciones? -me preguntó con cara impávida.
Como idiota, le respondí que marchaban bien. «Excentricidades y aberraciones» era el nombre que él le había
dado a mi afán de coleccionista. En aquel momento, había vuelto con nuevo fervor a hacer algo que había
disfrutado toda mi vida: coleccionar lo que fuera. Coleccionaba revistas, timbres, discos, parafernales de la Segun-
da Guerra Mundial como dagas, yelmos, banderas, etc.
-Lo único que le puedo contar de mis aberraciones, don Juan, es que estoy tratando de vender mis colecciones
-dije con aire de un mártir a quien obligan a hacer algo odioso.
-Ser coleccionista no es tan malo -dijo como si verdaderamente lo creyera-. El quid del asunto no es que sea
coleccionista, sino lo que uno colecciona. Tú eres coleccionista de porquerías, de cosas sin valor que te
aprisionan como lo hace tu perro. No puedes irte cuando quieras si tienes que andar cuidando a tu mascota, o si
tienes que preocuparte por lo que va a pasar con tus colecciones si no estás allí para cuidarlas.
-Pero, créamelo, sí ando buscando quien las compre -protesté.
-No, no; no pienses que te estoy acusando -me contestó-. Incluso, me gusta tu espíritu de coleccionista. Lo que
no me gusta son tus colecciones, eso es todo. Me gustaría, sin embargo, utilizar tu ojo de coleccionista. Quisiera
proponerte que hagas una colección que valga la pena.
Don Juan hizo una breve pausa. Parecía que buscaba la palabra adecuada; o era quizás una vacilación dramá-
tica, bien calculada. Me clavó con una mirada profunda y penetrante.
-Cada guerrero, obligatoriamente, colecciona material para un álbum especial -siguió don Juan-, un álbum que
revela la personalidad del guerrero, un álbum que es testigo de las circunstancias de su vida.
-¿Por qué le llama a esto una colección, don Juan? -le pregunté en tono alterado-. ¿O incluso, un álbum?
-Porque es ambas cosas -me respondió-. Pero sobre todo, es como un álbum de retratos hechos de recuerdos,
retratos que surgen al recordar sucesos memorables.
-¿Son esos sucesos memorables dignos del recuerdo de alguna manera especial?
-Son memorables porque tienen un significado especial en la vida de uno -dijo-. Lo que te propongo es que
hagas tu álbum, incluyendo en él un recuento completo de los sucesos que han tenido un significado profundo
para ti.
-Cada suceso de mi vida ha tenido un significado profundo para mí, don Juan -dije agresivamente, y al instante
sentí el impacto de mi propia pomposidad.
-No es cierto -me dijo sonriendo, aparentemente gozando inmensamente mi reacción-. Todo suceso en tu vida
no ha tenido un significado profundo. Hay unos cuantos, sin embargo, que considero capaces de haber cambiado
algo para ti, de haberte iluminado el camino. Por lo general, los sucesos que cambian nuestro curso son asuntos
impersonales, y a la vez extremadamente personales.
-No quiero ser necio, don Juan, pero créame, todo lo que me ha sucedido cabe en esa definición -dije, sabiendo
muy bien que mentía.
En seguida, después de haber pronunciado esa frase, quise disculparme, pero don Juan no me prestó atención.
Era como si yo no hubiera dicho nada.
-No pienses en este álbum en términos de banalidades, o en términos de un refrito trivial de las experiencias de
tu vida -me dijo.
Respiré profundamente, cerré los ojos e intenté calmar mi mente. Me estaba hablando frenéticamente a mí
mismo acerca de mi dilema: en verdad, no me gustaba nada visitar a don Juan. Ante su presencia me sentía ame-
nazado. Me atacaba verbalmente y no dejaba lugar para demostrarle lo que yo valía. Detestaba sentirme humillado
cada vez que abría la boca; detestaba pasar por imbécil.
Pero había otra voz dentro de mí, una voz que me llegaba desde una mayor profundidad, más distante, más
débil. En medio de los ataques de diálogo familiar, me oí decir que era demasiado tarde para regresar. Pero no era
en verdad mi voz o mis pensamientos lo que experimentaba; era, mejor dicho, como una voz desconocida que
decía que me había metido ya muy profundamente en el mundo de don Juan y que lo necesitaba más que el aire
mismo.
-Di lo que quieras -parecía decir-, pero si no fueras el egomaniático que eres, no estarías tan avergonzado.
-Ésa es la voz de tu otra mente -dijo don Juan, como si estuviera escuchando o leyéndome los pensamientos.
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